Era fácil. 115 kilómetros a pie y cinco días de aventura. A mi lado, el de casi siempre. Con su gran bolsa a la espalda y la misma sonrisa estúpida con la que yo entré en el aeropuerto. Volvíamos a ser dos adolescentes que salían por primera vez de casa, o esos niños pequeños a los que les permiten, por fin, salir a jugar solos al parque.
Y eso es lo que fuimos. Los “niños” sevillanos. Allá donde íbamos siempre éramos los “niños”. Pocos jóvenes por libre vimos en el camino Sanabrés. Eso nos hacía sentirnos orgullosos. Orgullosos de lo que estábamos haciendo. Esos 20-25 kilómetros diarios de cuestas los disfrutábamos como si de un reto se tratase. La juventud, inexperiencia y el ansia por sentirnos libres nos hacían salir cada mañana mucho antes de que saliera el sol. La aventura era aún mayor si existía el riesgo de perderse por no ver las flechas amarillas. Nos encantaba bromear con el bosque completamente oscuro y los ruidos de la naturaleza.
Conforme avanzaban las mañanas, íbamos conociendo un poco más nuestro entorno y a nosotros mismos. Sabíamos cuando llegaban los momentos de agotamiento, y lo que debíamos hacer para animarnos mutuamente. Creo yo que pocos caminantes se dedicasen a cantar la canción de “la vida pirata, la vida mejor” durante las largas horas de camino; o que se saltasen una valla para hacerse unas fotos subidos a un columpio. Éramos “los niños”, teníamos que demostrarlo.
También disfrutamos con los sellos. Cualquier escusa era buena para poner uno. Un bar, una gasolinera, una farmacia… Dudamos hasta de pedirle uno a un “Auténtico Abuelo Gallego”.
En eso consistía nuestro camino: disfrutar, ilusionarnos, entusiasmarnos. Una cabra en mitad del paso, o una vaca, daba pie a sacar corriendo la cámara de fotos y echar unas risas.
La llegada a Santiago fue una satisfacción enorme. El abrazo en el que nos fundimos al pisar la plaza, la demostración de que unidos, siempre habíamos sido más fuertes. Ya estaba hecho.
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En esas cinco jornadas de travesía compartimos experiencias con varios peregrinos. La amabilidad y el compañerismo de todos ellos es el regalo más preciado. Manolo, Lola, Susana y Marisa. Los cordobeses y las gallegas durante los primeros días. ¡Qué pena que fuesen pocas jornadas! Ellos nos enseñaron el espíritu peregrino de verdad. Sus consejos, experiencias y ayuda desinteresada hicieron que este pequeño mundo que supone el Camino de Santiago nos enganchara plenamente a Enrique y a mí.
PD: la finalidad del viaje era encontrarse. El resultado creo que fue aún mejor: Descubrir que no estaba tan perdido como pensaba.
Un abrazo.
"Cada peregrino encuentra en el Camino de Santiago su propio milagro"(Anónimo)
Te quiero cabeza!!! Por uno de muchos!!!
ResponderEliminar¡Muy bueno Andrés! ¡No sabes cómo te envidio! Este verano quizás lo intento... Quizás...
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