Y de repente, tocaba volver a
casa. Tantos años y tantos momentos vividos en esa ciudad que no nos vio nacer
ni a ella ni a mí, pero que tan nuestra se había hecho. Cada rincón tenía un
significado especial: las escaleras de ese parque que dio lugar a innumerables
conversaciones antes y después de ser eternos, la ruta tantas veces repetida
por aquel antiguo barrio en el que ella no creía, las idas y venidas al centro
de estudio que durante semanas se convertía en nuestra casa, las cuatro paredes
mágicas... En definitiva, sentía como si una parte de mí se quedase allí, con
ella.
Habían sido complicadas las
últimas semanas. Lapsos de dudas y titubeos. Días de sentir que mi Maga perdía
parte de esa brujería que hacía que cada momento fuese único. Juntos hablamos y
sentimos miedo. Nos planteamos que era lo que nos podía estar pasando y
dudábamos incluso de nuestros instintos y nuestras más sencillas formas de
conocernos. Miedo a lo desconocido, miedo a separarnos, miedo a dejar de
sentirnos, miedo a que cualquier despedida no acabase con un “avísame al llegar”, miedo a que dejase
de merecer la pena.
Pero como siempre, éramos capaces
de cambiar las cosas. Esa intuición innata hacía que en los momentos en los que
la tensión y los nervios eran controlados, volviese a aparecer ese enorme
“nosotros” que era imperturbable. Con simples tardes de estudio en las que
fuimos el mejor equipo o con
instantes en los que el millón de te
quieros se nos quedaba corto. Allí estábamos, con ese miedo a la distancia,
pero con la seguridad de que no sería más que otra prueba que el caprichoso
destino nos ponía para demostrar que pocos cimientos había más fuertes.
Aun así, me tocó irme. La dejé
con pena por no haber podido tener la despedida que nos merecíamos. Yo me hice el
fuerte, como algunas otras veces, y le hice ver que no se preocupase, que no
era necesario ese adiós porque no era más que un hasta luego. Me quedé triste,
ese ¡Plof! al que tantas veces habíamos hecho referencia se apoderó de mí. No
pude evitarlo.
No la tenía a ella pero tenía los
medios para hacer que mi tristeza se fuese definitivamente. Quedé con las tres
patas que sostenían mi banco. Las tres amigas que no me fallaban nunca. Con las
que estaba unida desde hacía tantos años y las que no se iban por mucho que
cambiasen las cosas.
Y al llegar, una de ellas me lo
dio. Un simple papel doblado que decía:
Recuerda que
te lo dije desde el principio. No te voy a dejar marchar. Si me echas, me
agarraré fuerte a tu pierna. Si me quiero ir, me harás cumplir el contrato. Me
da igual la duda, me da igual el miedo y me dan igual los problemas que surjan.
Simplemente no olvides que antes de que
decidieses salir a buscarme, yo ya te estaba aquí esperando. ¿Crees que no lo
voy a hacer ahora?
Te quiero.
La Maga.
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