Caminaba tranquilo. No tenía prisa ni nadie esperándome
al final del camino. Se podría decir que casi deambulaba por un lugar más que
conocido. Era una ruta que había repetido con ella un millón de veces, y alguna
que otra más en mi propia imaginación.
En ese momento, a la vez que entraba en aquel parque y
dejaba la fuente a la izquierda, pensé en la primera vez que pasamos juntos.
Recuerdo que ella se sonrojó al sentir como entrelazaba
mis dedos con los suyos. Era la primera vez que lo hacía, y sé que notó como me
temblaba el pulso. Aun así, me sonrió y apretó mi mano.
No puedo negar que iba preciosa. Su pelo ondulado caía
sobre sus hombros con una elegancia infinita. Cada paso con sus tacones creaba una melodía perfecta, y sus pequeños
ojos grises brillaban con la seguridad de la persona que se siente valorada y
querida. Se podría decir que ese día el aire casi le tenía que pedir permiso
para rozarle. O al menos, a mí me lo parecía.
El día había transcurrido de manera perfecta. Risas,
besos, sonrisas, y más de una mirada de entendimiento y sorpresa por aquello
que estaba naciendo y que tanto miedo nos otorgaba.
Y es que, como diría ese coplero gaditano: “para ser un hombre perfecto basta con ser
distinto al resto.” Y eso justo es lo que encontramos. Esa diferencia con respecto a los demás que le
daba el punto especial a nuestra cercanía. Yo ya sabía desde hacía mucho tiempo
que no existían las medias naranjas. Pero el día que me di cuenta que yo no era
más que un medio limón, fue mucho más fácil. Y ella lo entendió. Desde el primer
momento lo entendió…
Casi me salgo del parque y giro a la izquierda. Me
impregno de los olores a jazmín que inundan el aire y recuerdo que su alergia
no le permitía pasar por aquí en esta época del año. ¡Qué lástima! Con lo
bonitos que se ven los árboles reflejados en los charcos como si fuesen
cristales que nos regala Dios.
Y es que es verdad que ese día fue mágico. Como tantos
otros en aquellos meses. Disfrutábamos cada momento como si fuese el último. En
ese callejón del Aire parecía que el tiempo se detenía. Aprovechábamos y
saboreábamos cada instante. Porque, siendo sinceros, ¡Qué bonito es el placer y
el nerviosismo de conocerla! Esas ganas y esa facilidad de ser feliz sólo con
tenerla cerca. Sentir que no necesitas nada más que no hablar de nada.
Simplemente caminar junto a ella o estar recostado sobre su pecho mientras, con
sus dedos, acaricia tu pelo.
“Eso es precioso” me digo mientras divago por los
callejones mirando al cielo. Las estrellas se ven relucientes ante el roce de
los balcones. Veo como se acercan un grupo de turistas de ojos rasgados y un
guía que bien podría estar en proceso de sacarse el B1 demuestra que esta ruta
no era únicamente nuestro secreto.
Qué pena da que esa ilusión del principio se vaya
perdiendo. Es frustrante dejar de sentir ese nervio del simple roce o la más
mínima de las primeras caricias.
Supongo que eso es lo que nos pasó. Nos acostumbramos a
dejar que las cosas sucediesen. Dejamos de darle valor a los pequeños detalles
y olvidamos que el truco se encuentra en enamorarse cada día. Me acuerdo el día
que me regaló las letras con su nombre. Tres simples chapas robadas de un
expositor que nos hicieron correr y reír juntos. ¡Y qué bien sonaban de su boca
aquellas letras al juntarlas! Ese acento tan característico que tenía hacía que
me quedase embobado solo con oírla.
Que fallo cometimos cuando dejamos de darle importancia a
esas cosas. Nos dejamos llevar, y ese fue nuestro error. Por eso me encuentro
aquí, hablando solo por estas calles, con su imagen en la cabeza y recordando
momentos que no hacen más que hundir un poco más el dolor en el pecho. ¡Si es
que parece que la estoy viendo!
Es verdad que la magnitud y la pasión desenfrenada del
principio se van perdiendo y que la emoción cambia. Pero, ¿no es bonito quizás
reconocer cada centímetro de su piel? ¿O mirarla y saber lo que está pensando?
¿No es bonito besar unos labios sabiendo que son los únicos que quieres besar?
¿Y cruzar la mirada y saber lo que pensáis sin necesidad de hablar? Se ve que
no lo es tanto…
Esto me supera y debo pararme. Creo que voy a sentarme en el banco de siempre. Meto la
cara entre mis manos, y lloro.