Todo empezó cuando aún era muy niño. Recuerdo cómo iba de la mano de papá a algo que él llamaba ensayar. Era extraño porque veía desaparecer hombres bajo una estructura de metal y madera que por aquellos días de octubre no portaba más que pesados sacos. Repaso esas noches y no puedo olvidar cómo éramos varios los niños que allí nos reuníamos y como algunas veces nos dejaban subirnos sobre el paso. Durante ese pequeño recorrido, nos sentíamos los reyes del mundo. Esas noches en las que iba con mi padre, todos llevaban una tela muy rara sobre la cabeza, y salían mojados y con caras de mucho cansancio. A mí me gustaba ir con él, pero yo no quería ser uno de ellos.
Cuando vi por qué hacían aquello tan extraño, mis sentimientos empezaron a cambiar. Recuerdo a papá con su camiseta blanca con la imagen de la Virgen, su costal y su faja bajo el brazo. No puedo olvidar como enganchaba la medalla en su pantalón, y el ritual que suponía en casa. Me pongo a pensar, y creo que nunca olvidaré el beso que le daba mamá al salir. Sé que yo quería irme con él, y que siempre me decía que tenía que quedarme en casa. Que aún era demasiado pequeño.
No puedo olvidar como de bajo las trabajaderas, pasó al exterior del paso. Con su traje de chaqueta y su medalla al cuello. Yo estaba orgulloso. Era una gran responsabilidad la que compartían entre varios hombres. No puedo olvidar que pensé que me gustaría algún día estar debajo cuando él mandase.
Cuando “dejé de ser pequeño”, tuve claro que quería formar parte de aquellos costaleros. Yo quería salir de los faldones y poder mirarla a Ella con el costal puesto. Quería sentirme de nuevo como ese niño que se subía con los sacos de arena, y sabía que la única manera de conseguirlo era esta vez bajo ellos.
Me di cuenta que no era el único al que le había pasado aquello, cuando al llegar la primera noche de ensayo, vi que algunos de los chiquillos con los que yo compartía noches alrededor de aquel armazón de metal, también formaban parte de aquella cuadrilla de hermanos. Sin embargo, lo que más me llenó de alegría y orgullo fue ver como había algún que otro niño, hijo o familiar de costalero, que rememoraba aquellas sensaciones de cuando aún era demasiado pequeño para formar parte. Los ensayos se sucedían con buen ambiente. Aunque salíamos mojados y con caras de cansancio, me gustaba. Sabía que lo mejor vendría el tercer domingo del mes. Al llegar ese día, realicé el ritual como tantas veces había visto. Como me había imaginado cientos y cientos de veces. El beso de mamá ese día fue distinto. Aunque ya no lo era, me hizo sentirme como cuando era niño. Pequeño y protegido por ella. A partir de ahí, me dejé llevar e intenté disfrutar de lo que había vivido mi padre durante tantos años. Y es que, es imposible saber cómo suena realmente un “¡Viva la Virgen del Rosario!” hasta que no lo escuchas desde dentro. No puede alguien imaginar cuanto hay que doblar las rodillas para pasar bajo el marco de la puerta hasta que son tus piernas las que parece que van a quebrarse. Da igual lo que yo intente explicar con palabras, no hay forma de expresar lo que se siente cuando el flautín da paso a la luz y los aplausos suenan alrededor de nuestra oscuridad. Cuando el capataz dice: “A esta es” y concentramos toda nuestra fuerza en un impulso, parece increíble que sean 25 los corazones unidos en un único esfuerzo. Pues como estas, mil y una sensaciones que hacen sentir al hermano costalero de nuestra Hermandad, como un verdadero elegido. Y es que, realmente lo somos. Por eso, le doy gracias a la Virgen del Rosario por darme el privilegio de llevarla por sus calles y a mi familia por inculcarme la devoción hacia Ella y dejarme almacenar estos recuerdos de niño, adolescente y adulto costalero.
(Este artículo forma parte del boletín de octubre de la Hermandad del Rosario de Mairena del Aljarafe)
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