5 de octubre de 2013

Recuerdos de costalero

Todo empezó cuando aún era muy niño. Recuerdo cómo iba de la mano de papá a algo que él llamaba ensayar. Era extraño porque veía desaparecer hombres bajo una estructura de metal y madera que por aquellos días de octubre no portaba más que pesados sacos. Repaso esas noches y no puedo olvidar cómo éramos varios los niños que allí nos reuníamos y como algunas veces nos dejaban subirnos sobre el paso. Durante ese pequeño recorrido, nos sentíamos los reyes del mundo. Esas noches en las que iba con mi padre, todos llevaban una tela muy rara sobre la cabeza, y salían mojados y con caras de mucho cansancio. A mí me gustaba ir con él, pero yo no quería ser uno de ellos.
Cuando vi por qué hacían aquello tan extraño, mis sentimientos empezaron a cambiar. Recuerdo a papá con su camiseta blanca con la imagen de la Virgen, su costal y su faja bajo el brazo. No puedo olvidar como enganchaba la medalla en su pantalón, y el ritual que suponía en casa. Me pongo a pensar, y creo que nunca olvidaré el beso que le daba mamá al salir. Sé que yo quería irme con él, y que siempre me decía que tenía que quedarme en casa. Que aún era demasiado pequeño.
No puedo olvidar como de bajo las trabajaderas, pasó al exterior del paso. Con su traje de chaqueta y su medalla al cuello. Yo estaba orgulloso. Era una gran responsabilidad la que compartían entre varios hombres. No puedo olvidar que pensé que me gustaría algún día estar debajo cuando él mandase.
Cuando “dejé de ser pequeño”, tuve claro que quería formar parte de aquellos costaleros. Yo quería salir de los faldones y poder mirarla a Ella con el costal puesto. Quería sentirme de nuevo como ese niño que se subía con los sacos de arena, y sabía que la única manera de conseguirlo era esta vez bajo ellos.
Me di cuenta que no era el único al que le había pasado aquello, cuando al llegar la primera noche de ensayo, vi que algunos de los chiquillos con los que yo compartía noches alrededor de aquel armazón de metal, también formaban parte de aquella cuadrilla de hermanos. Sin embargo, lo que más me llenó de alegría y orgullo fue ver como había algún que otro niño, hijo o familiar de costalero, que rememoraba aquellas sensaciones de cuando aún era demasiado pequeño para formar parte. Los ensayos se sucedían con buen ambiente. Aunque salíamos mojados y con caras de cansancio, me gustaba. Sabía que lo mejor vendría el tercer domingo del mes. Al llegar ese día, realicé el ritual como tantas veces había visto. Como me había imaginado cientos y cientos de veces. El beso de mamá ese día fue distinto. Aunque ya no lo era, me hizo sentirme como cuando era niño. Pequeño y protegido por ella. A partir de ahí, me dejé llevar e intenté disfrutar de lo que había vivido mi padre durante tantos años. Y es que, es imposible saber cómo suena realmente un “¡Viva la Virgen del Rosario!” hasta que no lo escuchas desde dentro. No puede alguien imaginar cuanto hay que doblar las rodillas para pasar bajo el marco de la puerta hasta que son tus piernas las que parece que van a quebrarse. Da igual lo que yo intente explicar con palabras, no hay forma de expresar lo que se siente cuando el flautín da paso a la luz y los aplausos suenan alrededor de nuestra oscuridad. Cuando el capataz dice: “A esta es” y concentramos toda nuestra fuerza en un impulso, parece increíble que sean 25 los corazones unidos en un único esfuerzo. Pues como estas, mil y una sensaciones que hacen sentir al hermano costalero de nuestra Hermandad, como un verdadero elegido. Y es que, realmente lo somos. Por eso, le doy gracias a la Virgen del Rosario por darme el privilegio de llevarla por sus calles y a mi familia por inculcarme la devoción hacia Ella y dejarme almacenar estos recuerdos de niño, adolescente y adulto costalero.

(Este artículo forma parte del boletín de octubre de la Hermandad del Rosario de Mairena del Aljarafe)

11 de marzo de 2013

La triste historia de Osu


Osu siempre intentaba tener presente lo que le llevó a la Tierra. No fue su calidez. De eso ya tenía en casa. No fue el agua. Os puedo asegurar que no fue el agua. Simplemente encontró lo que buscaba y voló en su nave sin que lo viesen. Apasionado de las pasiones y enamorado de la literatura, al llegar al orbe celeste, decidió nombrarse como Osu García. A su vez, prometió buscar una compañera que se apellidase Márquez. Formarían juntos a su autor favorito.
Él, siempre hacía suya la frase de este “humano nacido en una zona llamada algo así como Colimbia” que decía que la vida no es sino una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir.
Una fría noche le pregunté el motivo de su partida. Él, con esa pasión que mostraba a la hora de hablar, me dijo: “Cuando algo te hace feliz, no puede estar mal. ¿Verdad?”
Y es que, tenía una forma de hablar muy peculiar. No era de aquí ni de allá. Nunca sabía si dar love o amore… Es posible que eso fuese lo que le impedía situarse en un sitio. No se sentía ubicado en muchas situaciones.
Por ello, echaba las tardes frente al televisor. El sofá muy duro, como a él le gustaba. Le daba al zapping hasta que llegaba la hora de su programa favorito. Un concurso. En él, los participantes, cuando perdían, caían a un abismo. ¡Le recordaba tanto a su planeta!
Una noche, disfrutando de la lluvia sentado junto a su ventana, Osu empezó a sentir el poder del agua. Nunca había entendido el sentido que tenía para los humanos, pero comenzó a comprender que este elemento venía cargado de mucho más que hidrógeno y oxígeno. El tono rojizo de la noche y el sonido sordo de las gotas chocando sobre el asfalto le dibujaban sentimientos en la mente. En su contemplación hubiese dado lo que fuera por convertirse en miles de esferas líquidas y caer del cielo junto al agua. Esa vitalidad le embriagaba hasta el punto de rendirse a su poder, y llegó a la conclusión de que, no importa lo grande que sea el paraguas que lleves; cuándo llueve con tanta fuerza es inevitable que te mojes los pantalones.

 Ahora, Osu siente que se hace viejo y sigue buscando eso que le llevó a viajar a la Tierra. Pasa demasiado tiempo solo, le da muchas vueltas a la cabeza y echa de menos mostrarse como realmente es. De vez en cuando sale a volar y disfruta de sus cien años de soledad las luces de la ciudad. Es el momento en el que vuelve a sentirse vivo.
Está cansado de idas y venidas. De fobias y filias. Las arrugas no le cursan la frente pero cada día necesita algo más. Ha decidido dejar de actuar como si no sintiese. La sal en las heridas también le escuece y piensa disfrutar de los que pueden ser sus últimos días en la Tierra antes de volver a fugarse.
Si crees verlo por ahí, recuerda que su apariencia era la tuya. O quizás fuese la mía, no lo tengo muy claro. Quizás por ello creas no saber quién es Osu. Sin embargo, si cierras los ojos y lo piensas bien, en este mundo loco, quien no desearía tener su nave, su valor y sus ganas de volar.

"La vida misma es el viaje que menos apreciamos." 
(Anónimo)

23 de febrero de 2013

Ovejas Negras

LA OVEJA NEGRA-AUGUSTO MONTERROSO

En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada. Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque. Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.


Me pidieron que a partir de este microrrelato dejase volar mi imaginación y crease lo primero que me viniese a la cabeza. En algo menos de 10 minutos el resultado fue muy parecido a esto:


…Él se enamoraba a diario. Iba por las calles de la ciudad buscando su efímera pasión. Cada mirada una sonrisa, cada paseo una nueva complicidad… Buscaba a través de la luz de muchos atardeceres ese trocito de mundo que conseguía llenarle.
Ayer realizaba el dibujo a carboncillo de unos ojos que pasarían a ser eternos. El día anterior, creó una historia de amor y pasión a partir de una larga melena rubia. Hoy seguía perdido en busca de ese cosquilleo que le decía que había encontrado lo que anhelaba. Por esto, su amor no podía ser duradero. Él buscaba ese instante imperceptible, ese sobresalto que le regalaba felicidad…
Era consciente de que podían considerarlo raro. Siempre tan perdido y solitario. Sin embargo, no era capaz de concebir su existencia de otra forma. No podía dejar que conocer a una persona le hiciese perder la magia del primer impulso. Siempre había pensado que si entregase su vida a un amor cerrado, perdería la posibilidad de disfrutar del olvido, del recuerdo. En definitiva, del placer de echar de menos.
Si no enterrase cada día a esa oveja negra, no disfrutaría de conocer al día siguiente a la que estaba por llegar…

 
"Si la inspiración no viene a mí salgo a su encuentro, a la mitad del camino." (Sigmund Freud)